Revista Pijao
El libro al viento
El libro al viento

Por Revista Arcadia

Editorial

Un catálogo de libros tiene, por necesidad, defecto o ventura, el sello de su editor. Durante 13 años, Libro al Viento, el programa creado en 2004 por la Gerencia de Literatura del entonces Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía Mayor de Bogotá, ahora Idartes, como una manera de promover el acceso a la lectura de todos los habitantes de la ciudad, ha tenido varias miradas: la de su creadora, Ana Roda; la de su primera editora, Margarita Valencia, y la de escritores que han fungido de guías de lecturas como Julio Paredes y su actual editor, Antonio García Ángel.

El programa de fomento a la lectura del Instituto Distrital de las Artes (Idartes), 13 años después, suma más de 120 títulos –de todos los géneros– con circulación libre, generosa y plural. Libro al Viento busca estimular la lectura en niños, jóvenes y adultos, y con los ocho títulos de la selección 2017 logró mantener su calidad proponiendo, en el año de temporadas cruzadas entre Colombia y Francia, Once poetas franceses, una antología de poesía francesa curada por la comisaria Anne Louyot, que fue posible gracias al acuerdo binacional del Año Colombia-Francia y presentada en su idioma original con traducciones al español de Andrés Holguín. En la misma Colección Universal, que busca difundir clásicos, se encuentra el poeta y dramaturgo español Federico García Lorca, con Bodas de sangre. En la Colección Inicial, dedicada a los más pequeños, se editó Piel de asno y otros cuentos, de Charles Perrault, traducido por Mateo Cardona Vallejo e ilustrado por Eva Giraldo. Por último, en la Colección Capital, Bogotá es contada, una vez más, por miradas que nos enseñan a vernos por encima de nuestras propias limitaciones o vanidades. Este año, por cuarta vez, siete voces se le midieron a venir a escribir su tránsito por una ciudad que los lectores volvemos a descubrir con la felicidad de ver las cosas por primera vez. Bienvenidos a esta tercera entrega anual de Libro al Viento.

Puede leer los textos de este año haciendo clic aquí (http://www.idartes.gov.co/taxonomy/term/60)

Once poetas franceses

Anne Louyot, Comisaria francesa del Año Colombia-Francia 2017.

“¿Qué es un poeta sino un traductor, un descifrador?”, preguntaba Baudelaire. Parece una respuesta a la observación desdeñosa del enciclopedista D’Alembert: “¿Qué puede comprobar la poesía?”.

Este diálogo virtual muestra que la poesía francesa ha sido, desde su origen, un tema de discusión teórica. No era una parte obvia de la producción literaria, tenía que defender su territorio contra la autoridad de la palabra religiosa, la grandeza del discurso filosófico o científico y la complejidad de la novela. Era criticada por sus contenidos profanos en la Edad Media, sus excesos formalistas en el Renacimiento, su sentimentalismo estéril en el periodo romántico y su hermetismo en el siglo XX.

Regresemos a la pregunta de Baudelaire, que revela la naturaleza híbrida de la poesía. Es ante todo un arte del lenguaje, permeable a otros modos de expresión, como la música o la retórica, y que permite una percepción más intuitiva y sutil de la “realidad”. Detecta las vibraciones imperceptibles del mundo, sumerge al lector en las capas profundas de su propia intimidad y desata los nudos de las pasiones humanas. Transforma las palabras más comunes en llaves para descifrar los misterios impenetrables por la razón. Conjunción sutil de sonido, sentido y símbolo, la poesía acompaña y prolonga las grandes experiencias humanas, lo que le permite dirigirse directamente a Dios: “Tú me diste tu barro y en oro lo troqué” (Baudelaire, en el “Proyecto de epílogo” a las Flores del mal).

Esta oscilación entre duda y orgullo caracteriza a la poesía francesa durante toda su historia. Al final de la Edad Media, se reivindica en el reinado de Francia el uso de un idioma vernáculo, el francés, que empieza a imponerse como la base de una cultura original. Al contrario del latín y del griego, el francés no modula sus vocales, lo que lleva a los poetas a inventar un nuevo ritmo basado en las rimas finales. François Villon (1431-1463?) inaugura la figura del genio individual, muy distinta de la producción colectiva de los trovadores. En su obra permean el legado rítmico del cantar de gesta y el verdor lexical de las farsas populares (...).

En el Renacimiento, el humanismo celebra un ser humano liberado del dominio exclusivo de la religión, capaz de sentir, juzgar y expresarse por sí mismo. Joachim du Bellay y Pierre de Ronsard, miembros del movimiento de La Pléiade, se nutren de los textos de la antigüedad, pero también promueven una lengua y un estilo propio (...). Pero la figura más singular de esta generación es quizás Louise Labé (1524-1566), la primera mujer poeta reconocida como tal, miembro del grupo de Lyon. Sus poemas dan paso a la expresión femenina de la pasión amorosa con gran libertad formal y un conocimiento sutil de los movimientos del alma (“Vivo y muero a la vez”).

El siglo XVII está dividido entre las exuberancias del barroco (Marbeuf) y el clasicismo, que preconiza un ideal de equilibrio, orden y armonía. En poesía, sus representantes más famosos son Malherbe y La Fontaine, pero el periodo se caracteriza más por el uso del recurso poético en el teatro (Molière, Racine, Corneille). Durante el siglo XVIII, la Ilustración desdeña un tanto la poesía, expresión de la oscuridad del alma, a favor de la filosofía liberadora de Rousseau o de Voltaire, que escriben en verso pero no se denominan a sí mismos poetas. La razón triunfante no deja lugar a este canto de la incertidumbre que es la poesía.

La gran época de la poesía francesa es el siglo XIX. El Romanticismo, nacido en Alemania, reviste formas originales y diversas en Francia. Después de la Revolución empiezan tiempos atormentados que auspician la resurgencia de un género literario capaz de explorar los laberintos de la angustia y del temor. Lamartine, con sus Meditaciones poéticas, reconecta la sensibilidad humana con la opacidad maternal de la naturaleza, de la cual el alma es un espejo imperfecto y adolorido. Vigny y Musset lamentan el destino de este Prometeo fracasado que es el hombre moderno. El gran Víctor Hugo (1802-1885) otorga a la poesía una dimensión heroica y universal. Sus poemas pueden a la vez denunciar a un déspota, Napoleón III (“Los castigos”), celebrar los textos fundadores de la humanidad, como la Biblia (“Booz dormido”), elogiar la fuerza de una naturaleza majestuosa (“Océano nox”) o hundirse en el abismo de los sentimientos (“Las contemplaciones”). Frente a ese titán de la poesía, Gérard de Nerval (1808-1855) encarna la fragilidad y el vértigo metafísico indisociables de la aventura humana. “El desdichado” es un grito en la noche que proclama el valor poético del suicidio.

En la obra de Charles Baudelaire (1821-1867) la desesperación y el spleen conviven con la afirmación vigorosa de la misión del poeta. Es un “Albatros” cuyas “alas gigantes no lo dejan andar”. El poeta está condenado a claudicar en la marginalidad de la sociedad moderna que no reconoce sus facultades de elevación. Pero solo él posee el código para descifrar “los bosques de símbolos” (“Correspondencias”) y lanzar al lector a una “Invitación al viaje” que lo lleve a continentes lejanos sin moverse de su silla (...).

El simbolismo profundiza esta tendencia de otorgar al poeta poderes superiores, casi alquímicos. Stéphane Mallarmé (1842-1898) representa quizás la figura más emblemática del movimiento, con su obra hermética que no se terminó de interpretar (“Brisa marina”). Arthur Rimbaud (1854-1891) se definía como un vidente o un ladrón de fuego (“Carta a Paul Demeny”); pero a diferencia de Mallarmé, este rebelde precoz quería ampliar el territorio de la poesía y romper las barreras de la erudición. Su soneto “El soldado dormido” es todavía uno de los poemas favoritos de los estudiantes. Él logró revolucionar el estilo poético resucitando la epopeya (“El barco ebrio”) o sacudiendo las limitaciones de las rimas. Su amigo Paul Verlaine (1844-1896) fue aún más lejos en este proceso de depuración. Sus poemas cortos y de una delicadeza enigmática se transformaron a menudo en canciones populares. Su melodía melancólica “que no es (...) la misma ni es otra” (“Mi sueño familiar”) resuena en la memoria de muchas generaciones de lectores franceses.

Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870), nacido en Uruguay, es autor de una obra alucinada que influenció tanto a los surrealistas como a “viaje al pasado (“La balada de las damas de antaño”, de Villon; “El puente Mirabeau”, de Apollinaire) hasta el último viaje: la muerte (“Vivo y muero”, de Louise Labé; “El soldado dormido”, de Rimbaud), pasando por el inmemorial deseo de otro lugar (“Océano nox”, de Víctor Hugo; “La invitación al viaje”, de Baudelaire), sin olvidar el viaje interlingüístico que permite, gracias a la magia de la traducción, la publicación del presente Libro al Viento 122.

Elogio de Bogotá contada

Juan David Correa, Director de Arcadia.

¿Cuántas veces ha intentado contar Bogotá? ¿Cómo se puede narrar un espacio que no se conoce? ¿Cómo se puede luchar con el lenguaje para que alcance a decir barro, lluvia, charcos, cerros, árboles centenarios que horadan calles y las levantan? ¿Hasta dónde alcanza la mirada cuando uno se sube a un mirador de esos muchos que tiene Bogotá?

Entonces comenzó Bogotá contada. Hace ya cuatro años. Cinco años, más bien, porque esta cuarta entrega se escribió el año pasado en su mayoría, y este año ya han venido escritores de lejos a mirar esta ciudad, a subirse a miradores a ver hasta dónde les alcanza la mirada; a tratar de comprender por qué los bogotanos somos sinuosos al hablar y conservamos una estirpe colonial que nos hace decir “sumercé”. Por qué seguimos siendo bastante sexistas, y clasistas, por qué a los despojados los hemos bautizado como desechables. Abro el libro que ha editado Antonio García con paciencia, estoy seguro. Y estoy seguro porque desde que lo conozco es un lector atento. Es alguien que ha querido aprender a leer. Que se ha empeñado en conocer los secretos de poner las palabras juntas, de encontrar el sentido de las frases y después de conocer las historias que hay detrás de esas frases. Estoy seguro de que en los textos que le entregaron había imprecisiones que él debió cotejar. Direcciones erradas. O explicaciones raras y falsas que se quedaron allí porque un editor de literatura no está para corregir lo fantasioso de los personajes narrados.

Lo mejor de leer esta cuarta entrega es que, por lo visto, el tiempo ha pasado y después de todo, la idea de Antonio García ha cosechado unos cuantos textos bellísimos sobre una ciudad que algunos nos hemos empeñado en narrar y en buscar en las páginas de los libros. Ya se me dirá que las ciudades no están para ser representadas, que la literatura es otra cosa que en los tiempos que corren parece estar más del lado de la negación del tiempo narrativo, del realismo, de la ilusión de contener la realidad. A mí eso no me importa ya. Soy alguien que cree en las historias, que se emociona al leer que Eduardo Halfon supo del Bronx y del asesinato de Óscar Iván y me contó por primera vez su contacto con unos ñeros recién salidos de la olla del Diana Turbay adonde llegaron desplazados del Cartucho. Al leer esa historia, la primera de este libro, recuerdo todo lo que pensé cuando los buldóceres entraron y acabaron con los “ganchos”, y cómo me obsesioné unos días con los sayayines; esa es la gracia de las historias, que contienen y precisan esas cosas que hemos pensado antes o que nunca hemos pensado y nos sorprenden por bellas y sencillas. Luego volví a sentirme en un apartamento en Santa Ana Oriental al que fui alguna vez como adolescente y que quizás es el mismo en donde el personaje de Horacio Castellanos Moya sufre un cataclismo por cuenta de una especie de flirteo con una mujer que cree conocer, y siente miedo de la mirada de su esposo, una especie de mafioso al uso que no deja de mirarlo –al personaje– con un extraño odio. Puedo ver la cocina en donde se almacenan bandejas de canapés y cómo gente de clase media, media alta y alta, escritores, editores, artistas y periodistas, se acercan al personaje para felicitarlo por una conferencia sobre la libido y la paranoia. Todo esto en Bogotá. Hebe Uhart, la gran relatista argentina, camina por La Candelaria de hace un año, la misma por la que caminaba yo tratando de explicarme por qué diablos se había perdido el plebiscito. Ella estaba en la misma Plaza de Bolívar, por los mismos días en los que, durante cinco semanas, fuimos a leer, a sembrar jardines, a proyectar películas y a hacer conciertos para pedir una acuerdo entre las Farc y el gobierno, un acuerdo que se ve lejos. Y así, texto tras texto, puedo ir situándome junto a Marina Perezagua en el Jardín Botánico de Bogotá, al lado de una palma de cera, o con Edmundo Paz Soldán oyendo la noticia de Rafael Uribe Noguera, esa infamia que colmó diciembre con el horror de una noticia criminal que nos enrostró que no somos sino una pesadilla. O con Lina Meruane y sus monjas muertas, las mismas que, un lejano día de 1999, aparecieron muertas en La Candelaria, o con Ricardo Cano Gaviria ensoñando con un Ricardo Gaviria de dos años, en plena esquina de la Jiménez con séptima, allí donde mataron a Gaitán, 70 años atrás. Para todo eso sirve la escritura; para saber quién era uno a través de los textos de otros.


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