Revista Pijao
Dámaso Alonso: hijo de la ira
Dámaso Alonso: hijo de la ira

Por Nátaly Londoño

Dentro de la fotografía, el niño vive: respira, sonríe y deja los ojos profundos bien abiertos, el brazo izquierdo extendido sobre la barandilla de un balcón mientras el derecho se ciñe a la postura vertical de su esqueleto.

Ese niño, Dámaso Alonso, lleva un uniforme del Colegio de Chamartín de Las Rosas y vive en las afueras de Madrid. Pese a que su familia le ha cultivado el amor por las artes, él se inclina por las matemáticas, esa otra forma de poesía. Tiene 11, tal vez 12 años. No tiene recuerdos de su padre, excepto el de su muerte. Y de su madre, ¿cómo saberlo?, desconoce que ella será sus ojos cuando él (por una afección grave en la vista) tenga que cambiar de vocación: dejar la ingeniería de caminos para dedicarse al derecho, y estudiar derecho escuchando leer a su madre los libros que en la facultad le encomienden cultivar.

Ignora, el niño, que la luz regresará como un milagro y que, como un milagro, podrá dedicarse de lleno a lo que en verdad le entusiasma: la literatura, y que escribirá entonces: “Qué hermosa eres, libertad. No hay nada que te contraste”. E ignora, también, que, cuando se hablé de él, se dirá siempre que fue director de la Real Academia Española, maestro de la crítica estilística, poeta de dos estilos, investigador filológico y literario, ensayista y miembro capital de la generación del 27.

El pequeño Dámaso no sabe que, cierto día, cualquier mujer tomará entre sus manos una fotografía de sus primeros años, para ver en ella un cuerpo inmóvil apoyado en la barandilla de un balcón, una mueca feliz y perpetuada y dos lucecitas en el rostro que aguardan profundas y reflexivas; ni tampoco que la mujer pensará nostálgica en los 119 años que los separan y que se dirá, en voz baja: “Tal vez esperas que alguien murmure que tu infancia ya no está más prisionera de este mundo”.

Dos estilos, un mismo corazón

Hay dos estilos, aunque un mismo corazón, en la poesía de Dámaso Alonso: un cambio en el que la Guerra Civil Española fue la gran espoleta de sus impulsos creativos, y los colores varían de manera drástica entre un primer libro –Poemas puros: poemillas de la ciudad (1921)– que, aunque adolescente, devela lo esencial de su personalidad lírica (para luego ramificarse en sus trabajos posteriores): la actitud interrogativa ante las situaciones del entorno, la predilección por la sinceridad y el encuentro de los valores opuestos en pugna vital y un tono en el que el sentimiento intimista y la inspiración emocional dan cuenta del influjo de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez, en una etapa en la que el soneto “Cómo era” se hizo célebre y mil veces mil veces recitado: “[...] Lengua, barro mortal, cincel inepto,/ deja la flor intacta del concepto/ en esta clara noche de mi boda,/ y canta mansamente, humildemente,/ la sensación, la sombra, el accidente,/ mientras ella me llena el alma toda”.

Y el libro siguiente –Hijos de la ira (1944)–, un compendio de versos libres, libérrimos, que hiere desde el principio sin darle cabida a la belleza: “Escribí lleno de asco ante la estéril injusticia del mundo y la total de ser hombre. Como consecuencia de las dos guerras (Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial), además de mi insatisfacción y mi verdadera repugnancia por cosas que había presenciado en las zonas donde viví durante ese tiempo”, decía el poeta con una voz que le llegaba a la garganta cuesta arriba, en el programa de televisión A fondo. Un libro transido de humanidad, de toda la angustia del conflicto del individuo, del ser desvalido, del ser que se pasa largas horas preguntándole a Dios “por qué se pudre lentamente mi alma,/ por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,/ por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo./ Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?”, del ser que protesta contra el cosmos porque encuentra crueldad en toda la organización de la naturaleza. Un libro con el que el mismo Dámaso bifurca las actitudes de los líricos de la primera generación de la posguerra, creando una línea inquebrantable entre la poesía arraigada (visión del mundo coherente, ordenada y serena) y la poesía desarraigada (sentimiento de angustia ante la vida) y a la cual quedan circunscritos según sus propias declaraciones: “Para otros, el mundo nos es un caos y una angustia, y la poesía, una frenética búsqueda de ordenación y de ancla. Sí, otros estamos muy lejos de toda armonía y de toda serenidad. Hemos vuelto los ojos en torno, y nos hemos sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia...”. Porque si antes se trataba de la pureza, ahora se trataba de la rehumanización de la poesía al servicio de los sentimientos más hondos, del silencio.

Hombre y Dios

Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro

donde se anuda el mundo. Si Hombre falla

otra vez el vacío y la batalla

del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!»

Hombre es amor, y Dios habita dentro

de ese pecho y profundo, en él se acalla;

con esos ojos fisga, tras la valla,

su creación, atónitos de encuentro.

 

Amor-Hombre, total rijo sistema

yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles

tú, flor inmensa que en mi insomnio creces!

 

Yo soy tu centro para ti, tu tema

de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.

Si me deshago, tú desapareces.

 

Dámaso Alonso


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