Revista Pijao
Correr y ninguna otra hazaña
Correr y ninguna otra hazaña

Por Sara Zuluaga García

El Espectador

Cuando pasa la borrasca de las catástrofes más puras, no queda otra cosa sino sujetarnos a las otras: las minúsculas y, a veces, las inventadas. Entonces la terca desobediencia ignora la idea “no le busque males al cuerpo” y se desboca a hurgar por ahí formas de entretener el dolor. Se trata de acciones perseguidas con la certeza de que no habrá heridos. Hay una entre ellas que no aniquila la cabeza, una que ataca directo a las rodillas y los tobillos -recordándonos que el cuerpo es lo único-: correr.

Correr ha sido visto con respeto a lo largo de la historia: correr para huir, para alcanzar, para llegar. Obligar al cuerpo. Ponerlo a merced de los caprichos humanos.

Los que prefieren sujetarse a esta pequeña tragedia, lo describen más o menos así: el impulso del arranque empieza con un desgano parecido a la tristeza, luego de un rato el cuerpo está a la temperatura justa para sentir una incomodidad soportable. Los tobillos bailan con cada zancada, las rodillas sostienen kilos de carne humeante, el abdomen se contrae esperando una señal de descanso. Arriba, en la cabeza, todo está nublado: el aire no alcanza y se adelanta un estallido en el centro de la frente, las pestañas esquivan las gotas de sudor y el viento pasa rozando el cuerpo como si todo anduviera en orden.

Editorial Anagrama publicó hace varios años un libro titulado Correr, de Jean Echenoz. Emil, el personaje principal, es un hombre genéticamente destinado a la pista, correr es su acción natural. La historia es tan sencilla como tormentosa. Emil es un corredor entrañable que en cualquier momento acaba ganando una y otra vez -siendo esto tan agotador como pueda serlo-. El lector es entonces su única compañía en cientos de entrevistas y carreras; el mismo lector que se mofa de sus triunfos acaba después adoptando atisbos de maldad cuando -sorpresa- gana de nuevo.

Emil corre e impone además su propia estética, su rostro sufre cada zancada: retuerce la boca y muerde y babea y succiona el sudor que le cae encima, la mandíbula se le desencaja y los ojos parecen salírsele de la cara en un estallido rojizo y lento. Las críticas de sus compañeros son rotundas: haces notar la fatiga con tus gestos. El genio veloz debe entonces -sugieren- lanzar, mientras se desgarra por dentro, algún simpático saludo o una mueca zen.

Emil -con su actitud de héroe por azar-, sugiere un impulso natural a sentir un vacío en la boca del estómago. Hay toda una lista de aperitivos en la carta: hacer algo ilegal, enamorarse. Lastimarse en la justa medida porque sí. Correr es entonces un acto simple que acaba siendo una decisión orientada al dolor. De un modo dulce y sutil nos atraviesa “Para Emil, se ha convertido más en un placer, sin que ello impida que comprenda que dicho placer debe aprenderse”.

La novela también sería una respuesta a las ideas en ocasiones expresadas por escritores como Haruki Murakami, Leila Guerriero y Joyce Carol Oates: correr, en alguna medida, es similar al oficio de la escritura. Correr es como la muerte, como el hastío de la vida, correr es como la pasión, como tal o cual cosa.

El afán por buscar en cada acto simple la trascendencia y el significado de algo que tiene que ver con nuestra propia vida y su particular ridiculez, la tendencia a tomar acciones e iluminarlas y enaltecerlas -en caso de que la escritura fuera algo prestigioso-, acaba siendo no más que una actitud forzada y pomposa. Echenoz lanzará una bofetada: Correr es un libro sobre un hombre que corre. Ya está.

La historia, dividida en veinte cortos capítulos, pelea con el ansia de coleccionar acciones que sirvan para algo. Defiende que correr no tiene nada que ver con algún misticismo, se queja, en cambio, de quienes no dejan algunos actos en donde debieron quedarse siempre: el puro cuerpo.


Más notas de Actualidad