Revista Pijao
'Cada frase tiene que estar viva'
'Cada frase tiene que estar viva'

Por Luisa Futoransky

Revista Ñ (Ar)

Desde París

Una tarde de perros como solo París sabe dar. Lluvia continua, cielo negruzco, atascos de órdago. Vecino a la calle de los Mártires, tras un portón verde, un refugio cinco estrellas: luminoso, color cobre, con paredes tapizadas de estanterías y de libros. Y saborear en él un largo encuentro con Jean Echenoz, a horas de que tome el avión rumbo a Buenos Aires y Montevideo, invitado al FILBA.

Padre psiquiatra. Infancia en el sur de Francia y estudios de sociología en Aix-en-Provence, Echenoz reside en París desde 1970. Apasionado del jazz y el cine y heredero del nouveau roman de Alain Robbe-Grillet, Claude Simon o Nathalie Sarraute, es un autor poco amigo de los focos mediáticos, que sin embargo cultiva la complicidad con sus lectores, a quienes regala autocitas ocultas de libro en libro.

Entre novelas y relatos, 17 libros publicados, coguionista de tres filmes y ganador de casi todos los premios, entre los que destacan el premio de la Biblioteca Nacional de Francia en 2016, el Goncourt en 1999 por Me voy y el Medicis en 1983 por Cherokee. Doce de sus libros están traducidos al español y sus obras se encuentran vertidas a 30 idiomas. Entre otras de sus actividades, o más bien pasiones, estuvo trabajar con ahínco cinco años en traducciones bíblicas como las del Libro de Daniel, el de Samuel y el Libro de los Macabeos.

–La lectura muy joven, casi de niño, de Ubú rey de Alfred Jarry lo empuja en forma significativa hacia la literatura, ¿por qué?

–Estaba en la biblioteca de mis padres, a la que tenía total acceso, y había una linda edición de Ubú. Convengamos que no es un libro para niños, pero como había malas palabras, grosería, acción y comicidad, me gustó mucho. A diferencia de otros libros juveniles Ubú es un estilo. Cuando uno descubre el juego con la lengua, eso lo interpela, y tanto.

– ¿Que su padre dirigiera un hospital psiquiátrico facilitó una temprana familiaridad con la enfermedad de la locura?

–La verdad, ese contacto me dejó buenos recuerdos, porque toda mi adolescencia viví en un hospital psiquiátrico. Sabía que mi padre trataba a los enfermos, los veía todo el tiempo, venían a casa. Lo bueno es que salvo cuando vi que atravesaban momentos muy difíciles, de gran delirio, la mayor parte del tiempo para mí eran gente normal con quien me comunicaba fácilmente. Para mis compañeros de liceo, en cambio, yo era “el que vivía en la casa de los locos”. Pero yo nunca tuve esa sensación. Estábamos en el campo, alrededor había jardines, nunca tuve un sentimiento ni de diferencia ni de alteridad.

– ¿Le llevó mucho tiempo conseguir vivir de su trabajo de escritor?

–Lo logré desde mi segundo libro, hace unos 35 años. (Lo dice sonriendo, casi con pudor). Tuve suerte. Mi primer libro fue un gran fracaso en librerías y mi segundo (Cherokee, premio Médicis en 1983) funcionó, me dejó algo de dinero y fue una verdadera aventura, porque no sabía qué podía ocurrir.

– ¿Y antes del éxito literario?

–Estudié psicología y sociología y trabajé algunos años en ese ámbito, en forma temporaria.

–Hay otra aventura suya que me sorprende: dice no saber hebreo y sin embargo tradujo el “Libro de Daniel”.

–No solo el de Daniel, sino también el de Samuel y el de los Macabeos. Conste que son cotraducciones. Fue una aventura apasionante que duró cinco años, porque no conozco ni el hebreo ni el griego. Tampoco el arameo. Eramos varios autores embarcados en el proyecto, novelistas y poetas. Cada uno de nosotros trabajó con un especialista del hebreo, un erudito, un biblista. Ellos fueron produciendo un texto traducido palabra por palabra del original y luego lo trabajábamos juntos hasta darle la forma que nos convenía. Un ejercicio apasionante, porque al mismo tiempo que existe cierta libertad para la traducción, hay un encasillamiento, un rigor de no poder salir del sentido propuesto por el hebraizante.

–En un capítulo de las propuestas de la FILBA cuatro escritores leerán relatos inspirados en fotografías de Diane Arbus. ¿Cuál eligió?

–Curioso que me lo pregunte, porque acabo de enviar mi texto hace apenas dos horas. Nos pidieron que no habláramos de la foto, sino que hiciéramos un texto libre a partir de ella. No obedecí y hablé de la foto, una que representa a una pareja nudista de jubilados dentro de un bungalow. Me puse en el lugar del personaje. Me interesó que había puntos en común conmigo. Las fotos de Arbus son extremamente perturbadoras. Alguien hablaba de cine “enfermo” y creo que las fotos de Arbus son fotos “enfermas”. Hay una de ellas en especial que siempre me conmovió y siempre recuerdo. Es de un niño con una granada en la mano. El niño, exasperado, tiene y da miedo.

–Cuando le formulan la pregunta sobre su vecindad con la literatura latinoamericana, tras la respuesta de su familiaridad con Borges, Cortázar y más recientemente con Bolaño, no deja de mencionar a Roberto Arlt.

–Desde hace mucho, en mi biblioteca tengo dos o tres libros de Roberto Arlt. No recuerdo cómo cayeron en mis manos. Tengo presente uno de sus títulos, Los siete locos. Es un escritor extraordinario, importante y mucho menos conocido en Francia que los otros tres.

–Hablemos de su proceso de escritura: ¿Cuándo y cómo escribe?

–Solo de mañana. A primera hora las ideas me vienen por pequeñas reservas de energía. A la tarde me es imposible trabajar, no sirvo para nada. No creo en la inspiración, sino en el trabajo cotidiano, y por la mañana tengo más paciencia.

– ¿Con quién?

–Conmigo, claro está. Incluso cuando las cosas no marchan, trabajar me es natural. Por la tarde no. Ni siquiera leo, simplemente espero. Uno se puede sentar en silencio y esperar.

– ¿Y en cuanto al cómo?

–Mi receta es trabajar con paciencia y sobre todo con insistencia. El núcleo reside en la organización de una frase. Cada frase tiene que estar viva: he ahí todo el secreto. En cuanto al cómo, todo puede comenzar en blocs que se encuentran en los hoteles, en un cuaderno de notas...

–Por momentos pareciera que no trabajara con las técnicas del novelista, sino que su enfoque, su apoderarse de la frase, fuera el del poeta.

–No lo sé, pero es cierto que trabajo mucho con el sonido del idioma, con los ruidos de la lengua, aunque también siento que necesito imágenes precisas. Lo importante en ese conjunto es que siga el ritmo, el tono.

–Suele invitar al lector a que lo acompañe en sus viajes. Hasta lo provee de mapas. ¿Necesita los escenarios para poder contar una historia?

–Los lugares, los paisajes, las ciudades son como un motor. A veces incluso tengo la impresión de que son más importantes que los personajes.

–Dijo que para los curiosos de la ciudad todo se había cerrado con la llegada de los porteros automáticos. Sin embargo, su casa no difiere de la mayoría de las de París y los tiene....

–Cuando llegué a París tenía 22 años y pasé mucho tiempo recorriendo edificios, abriendo puertas, asomándome a jardines porque son como cajones donde se encuentran cosas de lo más insospechadas. No es voyeurismo, no, sino el deseo, como en la literatura, de hallar algo excitante. Es cierto que con la generalización de los porteros automáticos, que impiden esas incursiones, todo eso terminó.

–Mencionó los jardines. En uno de sus libros, Capricho de la reina, uno de los relatos tiene por eje a las 20 esculturas de mujer, reinas de Francia, que en el sentido de las manecillas del reloj, espían, esperan y mudas se brindan a los paseantes de los jardines de Luxemburgo...

–Ah, ¡mis reinas! La idea nació por esa misma época. Vivía en el séptimo piso de una pieza diminuta en la Avenida del Observatorio y de ahí bajaba todos los días, por su cercanía, al jardín del Luxemburgo y me topaba con esas misteriosas estatuas. Tanto fui a verlas que hasta acabé confeccionándoles una ficha de identidad exhaustiva, a la manera policial.

–En cuanto a la música, sé que es amante del jazz. ¿Por qué un libro sobre Ravel?

–Es una historia un poco extraña. Hasta entonces todos los libros que había escrito transcurrían en el tiempo en el que los escribía. 1983 era 1983 y así sucesivamente. Tuve ganas de cambiar, de escribir algo que ocurriera entre las dos guerras, en los años 30. Imaginé que podía hacer aparecer personajes de ficción y de tanto en tanto siluetas de personajes reales. De inmediato pensé en Ravel.

– ¿Por qué?

–Fue una de mis primeras emociones musicales, más o menos en los tiempos de mi descubrimiento de Ubú rey. Mis padres escuchaban las obras para piano de Ravel y yo las encontraba y encuentro muy bellas. Fui varias veces a su casa en Montfort-l’Amaury, a apenas media hora de París. Está conservada tal cual la habitó el compositor. La atmósfera vale la pena. Tiene que ir.

–Este será su tercer viaje a Buenos Aires. ¿Algo que decir de la ciudad antes de su llegada?

–Es raro, es una ciudad donde, lo digo en sentido amplio, hay al mismo tiempo dulzura, suavidad y nerviosismo. Pero en Buenos Aires yo respiro bien.

Más información sobre el Festival Internacional de Literatura FILBA en: filba.org.ar

ECHENOZ x 4

Ravel, Jean Echenoz. Trad. J. Albiñana. Anagrama, 128 págs.

Relámpagos, J. Echenoz. Trad. J. Albiñana. Anagrama, 160 págs.

Un año, J. Echenoz. Trad. D. Tabarovsky. Mardulce, 80 págs.

Capricho de la reina, J. Echenoz. Trad. D. Tabarovsky. Mardulce, 90 págs.


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